domingo, 4 de agosto de 2013

SER EL EJE


Al fin lo descubría: él era el centro. La magnitud de los límites le había impedido siempre deslindar los confines, delimitar entornos con sus huellas. Pero era innecesaria otra interpretación tan fulminante cuanto ecléctica: al llegar hacia algo se remontaba en sí. Esa tarde recorrió el sendero en bicicleta, desplegando planicies por lo cóncavo; y a cada arreglo, en su cabida la distancia era diacrítica, equidistante del ápice de sus falanges o la extremidad del dorso con relación al cerro. Pedaleó como nunca para ser el de siempre, sonreiría histérico en la prisa del ventarrón polvoso aguijoneándolo, pedaleaba con retrospección dextrógira o levógira sin advertir la isomería del tiempo,  cada vez que intuía la conjetura, se contenía en la antítesis; del pedal a la tierra se interponía el aire con su legajo de algo. Aún sabiéndose el eje de las cosas, conflictuaba el principio de la acción y reacción. Nunca tuvo tiempo de eufemismos  o elucubraciones disgresoras cuando astilló el espejo. Él era el centro, sin lugar a dudas. Apenas lo supo, el pedal dimitió por el centrífugo desdén del pulso. Desorbitado, en su radial succión advertiría apenas las moléculas de sombra desconverger de un punto, en garabato, llegar concéntricas al piso para sorber el mundo.

J.J.A.Z.

DISQUISICIONES A DUO CON GEORGE PEREC


     El viento mueve las hojas de algún árbol que no soy, pero me parece ser el viento, la misma calle sin la espera insidiosa de los días, la contraparte del mendrugo de pan sobre un despostillado pocillo del ignorado basural que acopia, avaricioso, las manos que lo hurgan. Delante de mí no pasa nada o al menos, parece no pasar, y si pasara, no sé siquiera el porqué de su ocurrencia: raro transcurrir de lo inasido, lo breve, facsímil o acucioso.  En consonancia, George Perec1, sentencia:

Otra vez las palomas giran sobre la plaza. Qué es lo que desencadena este movimiento de conjunto; no parece ligado a un estimulo exterior (explosión, detonación, cambio de luz, lluvia, etc.) ni a una motivación particular, parece algo completamente gratuito: los pájaros levantan vuelo de golpe, dan una vuelta en torno a la plaza y vuelven a posarse sobre la canaleta de la alcaldía”.

    La gente pasa sin pasar, como si el leve “movimiento de  conjunto” le separara en partes abstraídas y nulas. Al mirar a un paseante por la plaza ¿veo realmente a un transeúnte, o a la idea que me hago de él: su representación?  La vida, se diría, no camina, discurre, y parece valorizarse sólo en situaciones extremas como el dolor o la enfermedad. El propio Perec así lo delata:

“¿Qué diferencia existe entre un conductor que se estaciona de primera y otro que sólo logra hacerlo al cabo de varios minutos de laboriosos esfuerzos? Esto suscita el despabilarse, la ironía, la participación de la asistencia: no ver los únicos desgarrones, sino el tejido (pero cómo ver el tejido si sólo los desgarrones lo hacen visible: nunca nadie ve pasar los autobuses, salvo si se espera uno, o si se espera a alguien que va a descender de ellos, o si la dirección de transportes le paga a uno para contarlos...) Igualmente: ¿por qué dos monjas son más interesantes que otros dos transeúntes?”

    Estoy sin estar, la sensación de estar aquí, me deja estar sin ser; el pensamiento atemporal me sitúa en lo entredicho, sin demarcaciones concretas de lo real. Existe la ventana por donde se volatiliza el recuerdo para anular distancias, pero el tiempo  marca límites obtusos, alternancia entre seres, estertores y golpes de sonrisa entre la muchedumbre, más ésta, como dato estadístico,  si acaso existe, suele ser una cifra, más que un espécimen.

“Lo que pasa realmente, lo que vivimos, el resto, todo el resto, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que ocurre cada día y vuelve a ocurrir cada día, lo banal lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo? Interrogar lo habitual. Pero justamente, estamos habituados a eso. No lo interrogamos, no nos interroga, no parece constituir un problema, lo vivimos sin pensar en ello, como si no fuera portador de ninguna información. Ni siquiera es condicionamiento, es anestesia. Dormimos nuestra vida con un sueño sin sueños. ¿Pero dónde está nuestra vida? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde está nuestro espacio? Cómo hablar de esas ‘cosas comunes’, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas de la corriente en la que permanecen sumergidas, cómo darles un sentido, una lengua: que hablen finalmente de lo que existe, de los que somos”.

J.J.A.Z. 


1George Perec, 1992. Tentativa de agotar un lugar parisino. Letra e.

DIVAGACIONES DE HOSPITAL


Cuán largas son las horas de hospital si hay una ínfima esperanza. El túnel del pasillo desemboca siempre en una puerta desahuciada del tiempo, teñida de un color tan gris que estremece la piel con el hollín verduzco de los urinarios. Estar ahí, donde nunca quisieras, en un lugar no indicado para estar, y sin embargo estar,  inmerso en lo termal de una taza de té interpuesta en tu vida. Un periódico envuelto que comba las palabras impresas te acompaña, igual que gato o artefacto electrónico. ¿A qué vendrá ese minuto herido de silencio, la soledad sin alma del cloroformo de los hospitales, junto a sábanas tristes por el limítrofe escozor del hueso? ¿Serán los vivos del futuro, los muertos del pasado, sorbidos en la circularidad de la cifra? La velada se delata en pérdida, infringida con el agrio dulzor de los aniversarios sin festejo.  Junto a la ruda pendiente de la cama, una esposa dilata los instantes del marido postrado entre la hiel inconfesable de una cánula yerta. El labio extingue su desdén con la mirada absorta en la contemplación de un ídolo en su nicho. Se sabe pétalo y marchito, duda y certeza. Esa mujer opaca de esperanza desdibuja su rostro, suele ver en el pasado las pastillas de olvido, los roces del ungüento.  La gota le detona el tímpano con su tic tac de suero, los pliegues de su cuello la degüellan con la sonrisa lívida de la melancolía, entra su pensamiento a alguna herida… 
En las afueras, los perros hurgan las basuras orgánicas, y un relegado se aguijonea el brazo con anfetaminas. Su agobio es la punción de un incentivo; la noche un desarraigo.  La tormenta es de polvo, y la persiana, tamiza una canción azul que grita el autoestereo de un carro avejentado (la parquedad carece de valor ante el exceso, si hay clímax de vacío). En la sala de estar, los afligidos se agazapan la frente si les miras; la discreción es una forma de prevalecer a la intrusión ajena dislocados del mundo. El desenlace inevitable toma el control de las fisonomías… Sin proponértelo, te enterarás que le internaron “un tantos” de octubre.  El paso blanco e inaudible de las enfermeras, delatado sólo por los tintineos nerviosos de las agujas entre las bandejas, te indicará el momento…  Ese, donde saber callar es una fórmula convencional, irremediablemente necesaria.